Cuando estoy en clase y hablo con mis alumnos sobre la Segunda Guerra Mundial pareciera que este conflicto hubiese tenido lugar siglos atrás, casi en otro milenio, pues tanta es la distancia que media entre ellos y aquellos momentos. Sin embargo, cuando echo mano de la prensa parece que fuese un conflicto concluido semanas atrás, pues sesenta y siete años después de haber finalizado aquella guerra raro es el día o la semana que, de un modo u otro, no aparece en los medios escritos y, a veces, también en la televisión.
Esta semana, de nuevo ha vuelto la Segunda Guerra Mundial y su memoria, la de las víctimas y las de los guerreros, a las páginas de los periódicos: Alemania por fin ha tenido a bien reconocer el genocidio gitano a manos de los nazis. Al igual que los judíos denominan a su holocausto la Shoah los gitanos denominan a su genocidio Porraimos. Sin embargo, a pesar de ser el segundo grupo étnico más castigado por los nazis durante la Segunda Guerra Mundial, su exterminio ha sido oscurecido y, en cierta medida olvidado; probablemente, ello se deba a su incapacidad para crear un lobby especialmente activo que presionase para que fuese reconocida oficialmente su matanza, algo que sí ha logrado muy eficazmente la comunidad judía.
Esta misma semana, por fin ha sido reconocido ese exterminio y para conmemorarlo se ha inaugurado un monumento en Berlín. En un claro, rodeado entre árboles, se encuentra un pequeño lago circular del que mana agua, rodeado de un pavimento en el que están inscritos los nombres de los campos de extermino donde fueron masacrados gitanos de toda Europa. El monumento es obra del artista israelí Dani Karavan.
Nunca está de más el reconocimiento a las víctimas, especialmente a las inocentes, sobre todo a través de monumentos o memoriales, sobre todo si son tan discretos y, en cierto modo, bellos como este de Berlín. Frente al recogimiento que contribuye a crear este memorial nos enfrentamos a otro monumento inaugurado este verano en Londres y que ayuda a recordar a otros protagonistas de la Segunda Guerra Mundial: los Bomber Boys.
En este caso salta la polémica, puesto que este monumento rememora a un grupo de hombres cuya acción durante la Segunda Guerra Mundial se mueve entre la heroicidad y la villanía. Un monumento desmesurado para recordar a jóvenes que, no lo olvidemos, cumplieron órdenes. Cierto es que bombardearon ciudades y otros objetivos civiles, pero no es menos cierto que esas órdenes partieron de generales y políticos que se hallaban a resguardo en despachos en Londres, mientras ellos tenían que jugarse la vida sobrevolando las defensas antiaéreas alemanas o enfrentándose a los magníficos pilotos de caza alemanes. Con diecinueve años, o poco más, tenían que sobrevivir a unas treinta misiones antes de dejar de volar. Fueron 55.573 los tripulantes de bombarderos muertos durante esas misiones.
Bomber Boys, el documental (solo en inglés)
«Los tripulantes se volvían supersticiosos y volaban con patas de conejo y otros talismanes para conjurar lo que parecía un asunto de buena o mala suerte. Una costumbre era orinar todos a la vez junto a una hélice de su aparato: retratarlos así hubiera quedado curioso en las estatuas».
Jacinto Antón
No está mal traída la broma de Jacinto Antón, sobre todo si comparamos la sencillez y elegancia del memorial a los gitanos masacrados por los nazis con la desmesura del monumento a los Bomber Boys,. Dos maneras muy diferentes de ejercer la memoria histórica: el recuerdo de los masacrados y el de aquellos que tenían que castigar a los genocidas.
Alemania reconoce el genocidio gitano en el diario El Mundo